Llevo veintiséis horas sin dormir. Esta mañana desperté con el alba, apenas eran las seis y media cuando las nubes grisáceas se hicieron paso entre la oscuridad de la noche y su clara luz inundó mi habitación. Desde entonces apenas ha habido vida, apenas ha habido miedo. Paseé algunas calles, leí algunas hojas, garabateé palabras sin significado en papeles de colores. Ya entrada la noche procedí con la ceremonia de todos los días. Tranquila, tranquila, hoy vas a dormir tranquila. Infusión de pasiflora y lavanda. Tienes que quedarte tranquila. Valeriana. Eso es. Me tumbé sobre cojines, encendí una tímida vela, algo de música ambiental. Hoy vamos a dormir bien. Dejé que el humo del incienso llenase la habitación.
Pronto comenzó la segunda parte del ritual. El eterno remolino de mi cabeza continuaba dando vueltas, conseguí oír el tic-tac de un reloj que no existe, mi mente volvió a llenarse de las terribles imágenes que no paran de perseguirme, cerré los ojos con fuerza, me tapé el rostro con la almohada. Desapareced, por favor. Nada estaba funcionando. Hacía días que nada funcionaba ya. Daban igual las infusiones, el ambiente, las pastillas que decidiese tomar. Mi cabeza está por encima de todo eso. Y no se duerme. Aquí no se duerme nunca.
Algunas horas después me cansé de jugar. Me levanté con los ojos crispados, deseé poder lagrimear un poco para aliviar el escozor, pero no estaba funcionando. Tampoco. Encendí las luces, me senté sobre la cama con las espalda derecha y valoré mis posibilidades. Podía ponerme a leer, pero me dolían los ojos. Podía cambiar de lugar, ver si eso me tranquilizaba. No me agradaba la idea de pasar la noche en el salón, era ya de madrugada y podría entrar cualquiera. Y preguntarse qué hacía yo allí, con mis ojeras, sentada. Esperando a algo. ¿Qué está esperando mi cabeza?. Me decidí por una corta excursión al baño. Me refresqué el rostro y las manos con el agua fría. Observé mi reflejo en el espejo. Una, dos, tres, cuatro, cinco picaduras lo cubrían. No. Sonó un "clac" en mi cabeza. Otra vez no. Me miré horrorizada a través del espejo, aumentaron las pulsaciones, respiración irregular, tic-tac, tic-tac, un tic-tac cada vez más frenético. Por favor.
Volví a mi habitación por el oscuro pasillo, estaba preparada para aquello. Estaba, también, decidida a dormir. Pasara lo que pasase. Pude divisarlo desde el umbral de mi puerta. Por encima del cabecero de mi cama, en la pared, me esperaba. El díptero se apoyaba sobre sus pequeñas y majestuosas patas, con el vientre de color blanquecino, casi transparente, hambriento. Estaba esperándome. Al moverme comenzó a revolotear por la habitación y se posó sobre el cristal de la ventana. Detrás de ella las persianas bajadas apenas dejaban pasar la luz del día que comenzaba a amanecer. Me senté en la cama contemplando el mosquito. Lloré un poco. No sabía que iba a hacer entonces. De pronto, tuve que ahogar un pequeño grito, otro díptero levantó el vuelo desde el suelo, revoloteó cerca de mis pies y se posó junto a su compañero. Dos. Me cayó otra lágrima. Me di cuenta de que me dolía todo el cuerpo. Quiero dormir.
Actué con calma. No quería llamar la atención de los pequeños insectos. Me acosté cubriéndome el cuerpo hasta la nariz y apagué la luz protegiendo la mano con la sábana. Las siguientes horas gotearon en las arenas del tiempo llevándose consigo todo rastro de cordura. Cerré los ojos con fuerza, de nuevo. Me convencí de que tenía que dormir. De repente caí en la cuenta de que aquellos bichos debían de llevar horas encerrados conmigo. ¿Me habrán picado ya?. Un hormigueo me recorrió todo el cuerpo. No podía soportar la idea. Recordé como había pasado penosamente las noches anteriores, tapada hasta la nariz durante toda la oscuridad, protegí mi cuerpo a cambio de que picoteasen mi cara. Una. Dos. Tres. Cuatro. Cinco picaduras. Temblé de miedo. Horrorizada me acurruqué bajo las mantas, no dejé que una sóla parte de mi piel estuviese expuesta al aire de la habitación. Allí abajo me sentía ahogar, el aire no se renovaba, los muelles se clavaban en todas mis articulaciones, tenía calor. No tenía sentido. Me van a picar igual. Me van a tocar igual. Mis oídos zumbaban, me preguntaba a veces si estarían allí, conmigo, bajo las sábanas. Entonces movía rápidamente todo el cuerpo, para ahuyentarlos, con cuidado de no salirme. Boca abajo sentí como se aceleraba mi pulso, los espamos regulares de mi cuerpo cada vez que mis oídos zumbaban se iban volviendo automáticos, ya no estaban bajo mi poder. Volví a oír el tic-tac. ¿Qué hora sería? ¿Importaba la hora? Quería dormir. Sólo quería dormir. Y en cambio podía sentir gigantescas patas, esbeltas y peludas, posándose suavemente sobre mi cabeza, por encima de las mantas. Sentí como aquellos pequeños dípteros se volvían gigantescos sobre mi cuerpo tembloroso, como su patas se iban apoyando poco a poco sobre mi cabeza primero, bajaban por el cuello presionando suave mente las dobleces de mis mantas, ya ponía una primera extremidad en mi espalda cuando me pregunté si acaso buscaba un hueco por dónde colarse. Es imposible, es gigantesco. Sólo es gigantesco en tu imaginación.
Imaginé entonces que aquel monstruoso díptero de un metro de alto tocaba al fin mi piel con sus terribles zancos. Sus alas pegajosas y amarillentas aleteaban con fuerza, levantaban un viento aterrador en la habitación. Podía oírlo zumbar con toda su fuerza sobre mi cuerpo paralizado. El sonido grave, rítmico, que se parecía al tic-tac del correr del tiempo se adentraba cada vez más en mi cabeza, retumbaba en mi cráneo, me recordaba que ya nada podría salvarme. Ya nada podría hacer que volviese a dormir. Su larguísimo aguijón se extendió hacia mi rostro. Clavado en mi mejilla succionaba mientras hinchaba su blanco vientre, que se volvía cada vez más y más rojo, apoderándose de todo el caudal de mis vasos sanguíneos. Grité, quisé gritar al menos, pero cuando abrí la boca para emitir aquellos sonidos cargados de terror recordé todas las pesadillas en las que los pequeños monstruos alados, mosquitos, polillas, abejas, se introducían en el orificio abierto de mi pánico, mezclaban el fango pringoso que impregnaba sus alas con mi saliva, los sentían zumbar cerca de mi garganta, amenazaban con infectar con sus extremidades peludas toda mi cavidad bucal y yo paralizada era presa del horror más grande que jamás podría imaginar. Aquellos sueños sólo acababan cuando mi cuerpo reunía la suficiente voluntad como para volver a moverse y vomitar sobre el suelo todos aquellos insectos. Me reencontré entonces con mis manos tapándome ansiosamente la boca, y mi cabeza recriminando mi falta de control. A punto hemos estado de que los dípteros aniden entre la lengua y el paladar. Lloré bajo las sábanas.
Busqué a tientas mi teléfono móvil. Comencé a teclear algunas palabras sin sentido y pensé detenidamente en lo que estaba haciendo. "Hay dos mosquitos en mi habitación". "Tengo miedo a los bichos". "Quiero dormir pero no puedo". "Ayúdame". ¿A quién iba a escribirle? ¿A quién podía importarle aquello a las ocho de la mañana? ¿Quién más que yo iba a comprender la magnitud de la situación?. Tomé aire. Sólo podía esperar.
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